Guía de Isora abre con ‘Sudor de Luto’, el Festival de Teatro Amateur Villa de El Sauzal

Guía de Isora abre con ‘Sudor de Luto’, el Festival de Teatro Amateur Villa de El Sauzal

La obra, que ya fue estrenada en en el Auditorio de Guía de Isora, está inspirada en la literatura de Gabriel García Márquez y se llevará a cabo en una única función hoy miércoles a las 19:00 horas en el Auditorio de El Sauzal.

Guía de Isora.- La Asociación CEDARPRE, Radio Isora, y el Ayuntamiento de Guía de Isora presentan hoy miércoles 14 de octubre ‘Sudor de Luto’, inspirada en dos cuentos del escritor colombiano, premio nobel de literatura, Gabriel García Márquez en el marco del XI Festival de Teatro Amateur Villa de El Sauzal. La obra, que está escénicamente ubicada en 1939 habla de las relaciones de dependencia, del deseo de independencia, del amor truncado y de la libertad. La obra se inspira en los cuentos ‘Rosas Artificiales’ y ‘La Siesta del martes’ del escritor Gabriel García Márquez, está interpretada por Elena Martín, Bella Herrera y Davinia Mesa; cuenta además, con temas propios del folklore de Canarias, como una malagueña y una folia, que fueron expresamente escritos e interpretados por la cantadora Carmen Torres que también es actriz. La dirección general es de Héctor Armas.
Armas, que ha sido director de otras obras en Guía de Isora apunta que esta obra es el comienzo de una etapa en la que considera, culmina la formación básica de las actrices que, según destacó, ya llevan siete años formándose.
Durante el trabajo de investigación, el elenco consideró estudiar la guerra civil española para reconocerse en estos personajes que habitan una geografía de post guerra. Aunque la obra no habla específicamente de este conflicto.
CEDARPRE Teatro, es una agrupación nueva, pero sus componentes ya han desarrollado una reconocida actividad cultural en Guía de Isora y El Sauzal donde, en dos ocasiones, han recibido premios por sus propuestas escénicas.
La iluminación es de Ángel Brito, el vestuario es de creación colectiva y ha contado con la realización de Julia López, Monserrat Rocha y Edelmira Morales. El decorado es un diseño de Rafael Guerrero, realizado por José Manuel Montesinos y Juan Chinea Gómez. Vale destacar que el tema final ha sido expresamente compuesto por Ricardo Mejia. El transporte corre a cargo del Ayuntamiento de Guía de Isora y la carga es responsabilidad de Luis Cabrera.
Esta obra fue estrenada con éxito en el año 1999 en Venezuela y ahora recobra vida en Canarias, en Guía de Isora y en El Sauzal.
La función está pautada para las 19 horas en el Auditorio de El Sauzal hoy miércoles 14 de octubre.

Compartimos con ustedes los dos cuentos que justifican este espectáculo:

Gabriel García Márquez
(Aracata, Colombia 1928— México 2014)

Rosas artificiales
(Los funerales de la Mamá Grande, 1962)

Moviéndose a tientas en la penumbra del amanecer, Mina se puso el vestido sin mangas que la noche anterior había colgado junto a la cama, y revolvió el baúl en busca de las mangas postizas. Las buscó después en los clavos de las paredes y detrás de las puertas, procurando no hacer ruido para no despertar a la abuela ciega que dormía en el mismo cuarto. Pero cuando se acostumbró a la os­curidad, se dio cuenta de que la abuela se había levantado y fue a la cocina a pregun­tarle por las mangas.
—Están en el baño —dijo la ciega—. Las lavé ayer tarde.
Allí estaban, colgadas de un alambre con dos prendedores de madera. Todavía estaban húmedas. Mina volvió a la cocina y extendió las mangas sobre las piedras de la hornilla. Frente a ella, la ciega revolvía el café, fijas las pupilas muertas en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una hilera de ties­tos con hierbas medicinales.
—No vuelvas a coger mis cosas —dijo Mi­na—. En estos días no se puede contar con el sol.
La ciega movió el rostro hacia la voz.
—Se me había olvidado que era el primer viernes —dijo.
Después de comprobar con una aspiración profunda que ya estaba el café, retiró la olla del fogón.
—Pon un papel debajo, porque esas pie­dras están sucias —dijo.
Mina restregó el índice contra las piedras de la hornilla. Estaban sucias, pero de una costra de hollín apelmazado que no ensucia­ría las mangas si no se frotaban contra las piedras.
—Si se ensucian tú eres la responsable —dijo.
La ciega se había servido una taza de café.
—Tienes rabia —dijo, rodando un asiento hacia el corredor—. Es sacrilegio comulgar cuando se tiene rabia. —Se sentó a tomar el café frente a las rosas del patio. Cuando sonó el tercer toque para misa, Mina retiró las man­gas de la hornilla, y todavía estaban húmedas. Pero se las puso. El padre Ángel no le daría la comunión con un vestido de hombros des­cubiertos. No se lavó la cara. Se quitó con una toalla los restos del colorete, recogió en el cuarto el libro de oraciones y la mantilla, y salió a la calle. Un cuarto de hora después estaba de regreso.
—Vas a llegar después del evangelio —dijo la ciega, sentada frente a las rosas del patio.
Mina pasó directamente hacia el excusado.
—No puedo ir a misa —dijo—. Las man­gas están mojadas y toda mi ropa sin plan­char. —Se sintió perseguida por una mirada clarividente.
—Primer viernes y no vas a misa —dijo la ciega.
De vuelta del excusado, Mina se sirvió una taza de café y se sentó contra el quicio de cal, junto a la ciega. Pero no pudo tomar el café.
—Tú tienes la culpa —murmuró, con un rencor sordo, sintiendo que se ahogaba en lágrimas.
—Estás llorando —exclamó la ciega.
Puso el tarro de regar junto a las macetas de orégano y salió al patio, repitiendo:
—Estás llorando.
Mina puso la taza en el suelo antes de in­corporarse.
—Lloro de rabia —dijo. Y agregó al pasar junto a la abuela—: Tienes que confesarte, porque me hiciste perder la comunión del. pri­mer viernes.
La ciega permaneció inmóvil esperando que Mina cerrara la puerta del dormitorio. Luego caminó hasta el extremo del corredor. Se in­clinó, tanteando, hasta encontrar en el suelo la taza intacta. Mientras vertía el café en la olla de barro, siguió diciendo­:
—Dios sabe que tengo la conciencia tran­quila.
La madre de Mina salió del dormitorio.
—¿Con quién hablas? —preguntó.
—Con nadie —dijo la ciega—. Ya te he dicho que me estoy volviendo loca.
Encerrada en su cuarto, Mina se desaboto­nó el corpiño y sacó tres llavecitas que llevaba prendidas con un alfiler de nodriza. Con una de las llaves abrió la gaveta inferior del ar­mario y extrajo un baúl de madera en miniatura. Lo abrió con la otra llave. Adentro había un paquete de cartas en papeles de co­lor, atadas con una cinta elástica. Se las guardó en el corpiño, puso el baulito en su puesto y volvió a cerrar la gaveta con llave. Después fue al excusado y echó las cartas en el fondo.
—No pudo ir —intervino la ciega—. Se me olvidó que era primer viernes y lavé las mangas ayer tarde.
—Todavía están húmedas —murmuró Mina.
—Ha tenido que trabajar mucho en estos días —dijo la ciega.
—Son ciento cincuenta docenas de rosas que tengo que entregar en la Pascua —dijo Mina.
El sol calentó temprano. Antes de las siete, Mina instaló en la sala su taller de rosas ar­tificiales: una cesta llena de pétalos y alam­bres, un cajón de papel elástico, dos pares de tijeras, un rollo de hilo y un frasco de goma. Un momento después llegó Trinidad con su caja de cartón bajo el brazo, a preguntarle por qué no había ido a misa.
—No tenía mangas —dijo Mina.
—Cualquiera hubiera podido prestártelas —dijo Trinidad.
Rodó una silla para sentarse junto al ca­nasto de pétalos.
—Se me hizo tarde —dijo Mina.
Terminó una rosa. Después acercó el ca­nasto para rizar pétalos con las tijeras. Tri­nidad puso la caja de cartón en el suelo e intervino en la labor.
Mina observó la caja.
—¿Compraste zapatos? —preguntó.
—Son ratones muertos —dijo Trinidad.
Como Trinidad era experta en el rizado de pétalos, Mina se dedicó a fabricar tallos de alambre forrados en papel verde. Trabajaron en silencio sin advertir el sol que avanzaba en la sala decorada con cuadros idílicos y foto­grafías familiares. Cuando terminó los tallos, Mina volvió hacia Trinidad un rostro que parecía acabado en algo inmaterial. Trinidad rizaba con admirable pulcritud, moviendo apenas la punta de los dedos, las piernas muy juntas. Mina observó sus zapatos masculinos. Trinidad eludió la mirada, sin levantar la cabeza, apenas arrastrando los pies hacia atrás e interrumpió el trabajo.
—¿Qué pasó? —dijo.
Mina se inclinó hacia ella.
—Que se fue —dijo.
Trinidad soltó las tijeras en el regazo.
—No.
—Se fue —repitió Mina.
Trinidad la miró sin parpadear. Una arru­ga vertical dividió sus cejas encontradas.
—¿Y ahora? —preguntó.
Mina respondió sin temblor en la voz.
—Ahora, nada.
Trinidad se despidió antes de las diez.
Liberada del peso de su intimidad, Mina la retuvo un momento, para echar los ratones muertos en el excusado. La ciega estaba po­dando el rosal.
—A que no sabes qué llevo en esta caja —le dijo Mina al pasar.
Hizo sonar los ratones.
La ciega puso atención.
—Muévela otra vez —dijo.
Mina repitió el movimiento, pero la ciega no pudo identificar los objetos, después de escuchar por tercera vez con el índice apoyado en el lóbulo de la oreja.
—Son los ratones que cayeron anoche en la trampa de la iglesia —dijo Mina.
Al regreso pasó junto a la ciega sin hablar.Pero la ciega la siguió. Cuando llegó a la sala, Mina estaba sola junto a la ventana cerrada, terminando las rosas artificiales.
—Mina —dijo la ciega—. Si quieres ser feliz, no te confieses con extraños.
Mina la miró sin hablar. La ciega ocupó la silla frente a ella e intentó intervenir en el trabajo. Pero Mina se lo impidió.
—Estás nerviosa —dijo la ciega.
—Por tu culpa —dijo Mina.
—¿Por qué no fuiste a misa?
—Tú lo sabes mejor que nadie.
—Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de salir de la casa —dijo la ciega—. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad.
Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
—Eres adivina —dijo.
—Has ido al excusado dos veces esta ma­ñana —dijo la ciega—. Nunca vas más de una vez.
Mina siguió haciendo rosas.
—¿Serías capaz de mostrarme lo que guar­das en la gaveta del armario? —preguntó la ciega.
Sin apresurarse Mina clavó la rosa en el marco de la ventana, se sacó las tres llavecitas del corpiño y se las puso a la ciega en la mano. Ella misma le cerró los dedos.
—Anda a verlo con tus propios ojos —dijo.
La ciega examinó las llavecitas con las pun­tas de los dedos.
—Mis ojos no pueden ver en el fondo del excusado.
Mina levantó la cabeza y entonces experi­mentó una sensación diferente: sintió que la ciega sabía que la estaba mirando.
—Tírate al fondo del excusado si te inte­resan tanto mis cosas —dijo.
La ciega evadió la interrupción.
—Siempre escribes en la cama hasta la ma­drugada —dijo.
—Tú misma apagas la luz —dijo Mina.
—Y en seguida tú enciendes la linterna de mano —dijo la ciega—. Por tu respiración podría decirte entonces lo que estás escribiendo.
Mina hizo un esfuerzo para no alterarse.
—Bueno —dijo sin levantar la cabeza—. Y suponiendo que así sea: ¿qué tiene eso de particular?
—Nada —respondió la ciega—. Sólo que te hizo perder la comunión del primer viernes.
Mina recogió con las dos manos el rollo de hilo, las tijeras, y un puñado de tallos y rosas sin terminar. Puso todo dentro de la canasta y encaró a la ciega.
—¿Quieres entonces que te diga qué fui a hacer al excusado? —preguntó. Las dos per­manecieron en suspenso, hasta cuando Mina respondió a su propia pregunta—: Fui a cagar.
La abuela tiró en el canasto las tres llave­citas.
—Sería una buena excusa —murmuró, di­rigiéndose a la cocina—. Me habrías conven­cido si no fuera la primera vez en tu vida que te oigo decir una vulgaridad.
La madre de Mina venía por el corredor en sentido contrario, cargada de ramos es­pinosos.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—Que estoy loca —dijo la ciega—. Pero por lo visto no piensan mandarme para el ma­nicomio mientras no empiece a tirar piedras.

La siesta del martes
Los funerales de la Mamá Grande (1962)

El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvio a sentir la brissa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, habia oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y todavia no había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la ventana estaba bloqueada por el óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagon de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riuroso y pobre.
La niña tenia doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los páropados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con lla colimna vertebral firmemente apoyada ontra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenia la serenidad escruplosa de la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misteriosos silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Despues fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre le esperaba para comer. Le dió un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una racion igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo en una llanura coarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos—dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vió nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dió la peineta.
—Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabaó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminosos martes de agosto, resplandeción en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en calor. La mujer e y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo al lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construídas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.
La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo.
—Que se les ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.
—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol. La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
—Que tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
—Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único barón.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.
El parroco suspiró.
—Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar.
La mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es—confirmó la mujer—. Cada bocado que comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sabados a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con unachaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
—Qué fue? —preguntó el.
—La gente se ha dado cuenta —murmuró su hermana.
—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.